lunes, 31 de enero de 2011

Gritando a todo pulmón

Cuando el corazón se rompe en pedazos los pensamientos te ahogan, te roban la vida y no puedes centrarte, no puedes sino darle vueltas, pensar en Ella, en lo que la necesitas, en lo que significaría para ti que hubiera apostado por una vida juntos… en todo lo que habíais soñado y casi planeado juntos porque sentíais que la felicidad os pertenecía.
En esos momentos quieres pararte, detenerte para siempre, ahogarte en un vaso tras otro de alcohol que detenga los pensamientos y no los deje aprisionarte de esa manera… pero no funciona, no vale, sólo consigues hundirte más y destrozar lo que te queda, esos pedacitos que poco a poco vas recogiendo y recomponiendo jurándote que no merece la pena, que nadie se merece el sufrimiento por el que estás pasando.
Entonces, sacando el tiempo de la chistera, cual prestidigitador que baraja las cartas ante tus ojos, te llama, te presta un ratito de su tiempo y la sonrisa vuelve a tu cara… quizás haya esperanza… o quizás no… sabes que Ella te necesita tanto como tú a Ella, pero sabes que no lo hará, que nunca estará contigo porque … 
Y vuelves al tobogán de los sentimientos, arriba y abajo, arriba y abajo, como un juguete atado al extremo de un muelle que maneja un niño pequeño, sádico e hiperactivo, que disfruta viendo cómo sufres con cada bote.
De vez en cuando, un  rayo de lucidez cruza tu mente. Un ratito durante el cual piensas que podrás superarlo, que sólo debes prestarte atención a ti mismo un poco más. Hacer deporte, dejar de fumar (otra vez) y centrarte en el trabajo. El trabajo, esa maldición de todos los días que bendice tu alma con el olvido momentáneo, con las obligaciones y los problemas de otros.
Al final, nada vale, lo sabes. Sabes que has de seguir adelante y  lo harás. Sabes que has de centrarte y lo harás, pero también sabes que nada, nada de eso vale la milésima parte de lo que vale el amor de Ella, que la herida del corazón puede cerrarse un poquito, pero que la cicatriz del alma quedará.
La llamas a cada minuto, suspiras por su compañía, por su mirada, desesperas cada segundo mientras tu corazón late desbocado en tu pecho prisionero de una sensación de pérdida irreparable… y finalmente gritas. Gritas su nombre, en voz alta, a todo pulmón y por unos momentos, te calmas.
Sientes que además, junto a la persona que más quieres, has perdido a tu mejor amiga, a tu compañera, a la persona con la que lo compartías todo, la única a la que contarle las cosas te liberaba porque pensabas que estaba ahí, incondicionalmente. Y te quedas vacío. Y lo único que te impide hacer una tontería, perder la vida en este viaje, es tu orgullo, pequeño pero fuerte, que no es capaz de mantenerte en pie, pero te ayuda un poquito a levantarte cada vez que caes.
Ese orgullo al que, sabiéndolo bien, apela para pedirte que le ayudes… ¿cómo se puede ayudar a alguien a quien amas a hacer que deje de amarte? ¿Hay algo de justicia en esta vida? Quiero seguir creyendo que la hay, justicia y esperanza, porque de no ser así… de no ser así, ningún esfuerzo vale la pena.


Y al final todo pasa, todo se diluye en la rutina de los días. El tiempo, lejos de curarlo todo como dicen, te adormece, cicatriza tus heridas. Antes de lo que pensabas los recuerdos, amargos unos, dulces los otros, se funden en una marca a fuego sobre tu alma que, desde ese mismo momento, es una parte más de ti, de lo que te define y también de lo que te sustenta.


Antes o después todo volverá a empezar y utilizarás esa cicatriz, esa marca para guiar tu rumbo. La experiencia, como todo, no es buena ni mala, depende sólo de cómo la utilices.

No hay comentarios:

Publicar un comentario